
Tantos años juntos, yendo y viniendo, viajando con una sola maleta para ambos y, sin embargo, no se deshacía de su llave. Tenía miedo de que se la duplicaran, suponía yo, porque nadie, excepto ella misma, sabía cómo encontrar la cerradura.
– No será para tanto – decía yo, como quitando importancia – No eres tan exclusiva.
– No soy exclusiva, es mi intimidad. Hay cosas que no necesitan ser compartidas. No insistas, te lo ruego.
Y yo cambiaba de tema. En realidad me daba igual, ya suponía qué abría y con el transcurso de los años me acostumbré a verla como algo que formaba parte de ella, como quien lleva siempre el mismo piercing y dejas de percibirlo.
Y un día, sin venir a cuento, dijo que me haría una copia de su llave. Nunca he llorado tanto ni me he sentido más miserable. Yo no quería su llave, ni lo que guardaba. Yo quería seguir como hasta ese momento, sin la responsabilidad de tener una llave que no me pertenecía, manteniendo nuestra libertad e individualidad, porque yo también tuve mi propia llave y también regalé una copia y se llevaron todo, dejándome vacío. Daba igual que la aceptase o no, ya me había entregado su corazón y, algún día, quizá también la dejase vacía.